Todos los días me despierto a las 2:30 a.m., desde hace seis años. Es un estado catártico, en el que mi cuerpo recuerda la muerte de mi madre. Siempre me pregunto, ¿por qué no salí corriendo a despedirme de ella?, ¿por qué no dramaticé como siempre hago con todo? Quizás hubiera gritado su muerte, hubiera llorado por días enteros, me hubiera deprimido sin salir de mi habitación por días. Pero no, no lo hice.
No sé dónde está su tumba. Solo quiero conocerla cuando yo me muera.
Cada vez que algún familiar mío, amigo, amiga, familiar de un amigo o amiga muere por cáncer o le diagnostican cáncer, siento que ella vuelve a morir, entonces me envuelve en sus brazos la muerte, me arrulla y siento su aliento gélido en mi cuello.
Nadie sabe lo que otra persona vive al ver partir a un ser querido. Cada quien vive esa partida a su manera. Yo la vi partir dos días antes, cuando me fui enojada con mi papá de la casa. Le di un beso en la frente, me despedí de ella sabiendo que quizás no la volvería a ver. Tomé su anillo de casada y me fui donde una de mis mejores amigas a llorarla.
Dos días después, el teléfono sonó a las 2:30 a.m. Julio contestó, colgó, entró al baño a agarrar fuerzas para darme la noticia. No era necesario que lo hiciera, yo ya estaba echa un nudo, tirada en el suelo. Pero, quería escucharlo de su voz. Quería escuchar las palabras: "tu mamá murió". Creo que no alcanzó a decirlas cuando yo sentí, ese abrazo frío de la muerte que te deja por segundos sin aliento y también mueres.
Siempre fui una romántica, escucho cosas que no cualquiera escucha, siento cosas que no cualquiera siente, pero cuando me hallé en valor de ir a su cama a buscar algún rastro de ella, no hallé nada. Ella realmente se fue, se fue toda. Sin dejar un pedacito de sí. Nada.
Pasé varios días queriendo llamarla por teléfono y cuando agarraba el auricular y me percataba que ella no respondería, me deshacía en llanto. Ahora, a seis años, ella sigue sin estar. Nunca más.
Sin embargo, está ese privilegio de pensarla, de recordarla. Hace poco, en una reunión de trabajo, vi mis manos. Ya no se ven jóvenes. A mis 33 años, empiezan a marchitarse. Eran las manos de ella, las mismas manos, morenas, con las venas inflamadas, manos expresivas. No recuerdo haberla querido tanto como la quiero hoy y lamento no tenerla cerca para decirle que la amo.
"La vida es eterna en cinco minutos", viene a mí esa canción de Victor Jara, esos cinco minutos cuando me despedí de ella es lo que tengo hoy conmigo. Fuerte y enraízado junto a cada lección de vida que me dio, cada cuento que leyó, cada abrazo que compartió, cada beso que puso sobre mí, cada cuidado, cada comida que hizo con amor, cada vez que se quedó junto a mi papá, cada vez que oró por mí. Ella se quedó así aquí conmigo y sin embargo, los recuerdos nunca harán justicia a su presencia, a ese cuerpo que extraño tanto.
A pesar de lo mucho que sufrió, sé con certeza que fue feliz y que murió con los ojos cerrados y con el corazón abierto.
No sé dónde está su tumba. Solo quiero conocerla cuando yo me muera.
Cada vez que algún familiar mío, amigo, amiga, familiar de un amigo o amiga muere por cáncer o le diagnostican cáncer, siento que ella vuelve a morir, entonces me envuelve en sus brazos la muerte, me arrulla y siento su aliento gélido en mi cuello.
Nadie sabe lo que otra persona vive al ver partir a un ser querido. Cada quien vive esa partida a su manera. Yo la vi partir dos días antes, cuando me fui enojada con mi papá de la casa. Le di un beso en la frente, me despedí de ella sabiendo que quizás no la volvería a ver. Tomé su anillo de casada y me fui donde una de mis mejores amigas a llorarla.
Dos días después, el teléfono sonó a las 2:30 a.m. Julio contestó, colgó, entró al baño a agarrar fuerzas para darme la noticia. No era necesario que lo hiciera, yo ya estaba echa un nudo, tirada en el suelo. Pero, quería escucharlo de su voz. Quería escuchar las palabras: "tu mamá murió". Creo que no alcanzó a decirlas cuando yo sentí, ese abrazo frío de la muerte que te deja por segundos sin aliento y también mueres.
Siempre fui una romántica, escucho cosas que no cualquiera escucha, siento cosas que no cualquiera siente, pero cuando me hallé en valor de ir a su cama a buscar algún rastro de ella, no hallé nada. Ella realmente se fue, se fue toda. Sin dejar un pedacito de sí. Nada.
Pasé varios días queriendo llamarla por teléfono y cuando agarraba el auricular y me percataba que ella no respondería, me deshacía en llanto. Ahora, a seis años, ella sigue sin estar. Nunca más.
Sin embargo, está ese privilegio de pensarla, de recordarla. Hace poco, en una reunión de trabajo, vi mis manos. Ya no se ven jóvenes. A mis 33 años, empiezan a marchitarse. Eran las manos de ella, las mismas manos, morenas, con las venas inflamadas, manos expresivas. No recuerdo haberla querido tanto como la quiero hoy y lamento no tenerla cerca para decirle que la amo.
"La vida es eterna en cinco minutos", viene a mí esa canción de Victor Jara, esos cinco minutos cuando me despedí de ella es lo que tengo hoy conmigo. Fuerte y enraízado junto a cada lección de vida que me dio, cada cuento que leyó, cada abrazo que compartió, cada beso que puso sobre mí, cada cuidado, cada comida que hizo con amor, cada vez que se quedó junto a mi papá, cada vez que oró por mí. Ella se quedó así aquí conmigo y sin embargo, los recuerdos nunca harán justicia a su presencia, a ese cuerpo que extraño tanto.
A pesar de lo mucho que sufrió, sé con certeza que fue feliz y que murió con los ojos cerrados y con el corazón abierto.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por comentar mi blog. Si dejaste tu datos, pronto te responderé.